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viernes, 27 de mayo de 2016

La tumba de los viajes

Si no fuera de noche desde aquí veríamos
la última lengua de terreno y quizás
también el mar, al fondo. Descansemos:
no dimos mejor ofrenda a la tierra que las rutas
la misma avenida de árboles,
en cada apeadero las mismas estatuas y baños
para que el viajero no sufriese la incómoda extranjería.
Siempre hay lugares que son el fin del mundo
no voy a decir (porque no lo creo) que nos equivocamos,
que ha sido poco lo que hicimos,
que el reverbero del horizonte o la densa huella de astros
que miramos desde este morro
estén siempre a idéntica distancia, pero
la exquisita alegría que he sentido
mientras subíamos a oscuras entre las piedras
y dejamos atrás esa caída galaxia de antorchas:
pesará más la otra mitad del corazón,
querrán desgarrarse los hombres,
las postas que fundaremos mañana,
si Dios quiere, a primera hora
serán hermosos recordatorios
de que no hay salida.

Autor: Javier Foguet, nacido en Tucumán en 1977. Psicólogo. 

La atención, para Foguet, constituye una suerte de estado de desolación psíquica, más cercano a la distensión que a la concentración; un estado de entregada y complacida paciencia que, al abrir la percepción a la desolación circundante, le permite desplazarse en pos de una presa muy definida: la natural desnudez desolada del Ser. A veces, esa desnudez tiene peculiaridades íntimas (la “familiaridad / de la piedra y tu cuerpo / que me reconforta”), aunque también puede adquirir características de extraordinaria fastuosidad, como cuando la noche colmada de estrellas destella en el verso igual a una “caída galaxia de antorchas”. Más allá de esas alternativas extremas, la constante es la desnudez percibida como aspereza, como ausencia o soledad, como dificultad que hay que acompañar largamente para que entregue su secreto. De ahí que pueda descubrir el mar desde una provincia lejana al océano, de ahí que pueda escribir, con temible ironía "las postas que fundaremos... serán hermosos recordatorios de que no hay salida".                                                      Ricardo H. Herrera 

martes, 17 de mayo de 2016

Apócrifo

1
Todo será abandonado entonces.      

El silencio de los cielos será separado y para siempre separados
los campos desechos del mundo en ruinas,
y separado el silencio de las jaulas de los perros.
En el aire una multitud de pájaros huyendo.
Y veremos el sol saliente
mudo como un párpado enloquecido
y calmado como una bestia vigilante.

Pero manteniendo la vigía en el destierro
porque esa noche no puedo dormir,
agitado como miles de hojas,
cuando la noche cae yo hablo como el árbol:

¿Conocen los años que pasan volando,
los años sobre los campos arrugados?
¿Conocen las arrugas de lo efímero,
comprenden mis carcomidas manos?
¿Conocen el nombre de la orfandad?
¿Y conocen qué dolor
aplasta la eterna oscuridad
con pezuñas partidas, con patas palmeadas?
¿Conocen la noche, el frío, el hueco,
la cabeza volteada y doblegada del preso,
conocen los abrevaderos helados,
la tortura del abismo?

El sol se postró. Ramas de árboles ennegreciéndose
en el infrarrojo del cielo iracundo.

Entonces me voy. Un hombre está caminando
en silencio frente a la destrucción.
No tiene más que su sombra.
Y un bastón. Y su atuendo de prisión.

2

¡Y para esto aprendí a caminar! Para estos
amargos y tardíos pasos.

El ocaso vendrá y la noche se petrificará
sobre mí con su lodo. Debajo de los párpados cerrados
sigo guardando esto que pasa volando,
estos arbolitos febriles y sus ramitas.
Hoja por hoja el pequeño y caluroso bosque.
Alguna vez el Paraíso estuvo aquí.
A punto del sueño el dolor se renueva:
¡Escuchar sus árboles gigantes!
Hogar, finalmente quería llegar a casa,
llegar como llegó él en la Biblia.
Mi horripilante sombra en el patio.
El silencio carcomido, padres envejecidos en la casa.
Y ya vienen, me están llamando, los pobres
ya están llorando, y  me abrazan tropezando.
El antiguo orden me recoge de nuevo.
Y pongo mis codos en las estrellas ventosas –

Si tan sólo pudiera hablar contigo por esta vez,
a quien tanto amé. Año tras año,
pero no me cansaba de repetir
lo que un niño llora en el espacio entre las hendiduras,
la casi desfallecida esperanza
de que regreso y te encuentro.
Tu cercanía me palpita en la garganta.
Y estoy agitado como una bestia salvaje. 

Yo no hablo tus palabras,
El habla humana. Viven pájaros
que ahora huyen  descorazonados bajo el cielo,
bajo el cielo encendido.
Tablas huérfanas clavadas en un campo ardiente,
y jaulas inamovibles en llamas.
Yo no entiendo el habla humana.
Y no hablo tu idioma.
¡Mi voz es más apátrida que la palabra!

No tengo palabra.
Su horrible carga
se precipita por el aire,
el cuerpo de una torre emite sonidos.

Estás en ningún lado. Qué vacío está el mundo.
Una silla de jardín y un camastro que se quedó afuera.
Entre las piedras afiladas mi sombra hace ruido.
Y estoy cansado. Y sobresalgo de la tierra.

3
Dios ve que estoy parado bajo el sol.
Él ve mi sombra en la piedra y en la cerca.
Él ve mi sombra parada en la prensa
sin aire, sin respiro.

Para entonces ya soy como la piedra;
un pliegue muerto, mil dibujos de ranuras,
un buen puñado de escombros
es para entonces el rostro de las creaturas.

Y en lugar de lágrimas, las arrugas en los rostros
  chorrean, chorrean las fosas vacías.
  
  _______________________________________________


Autor:  Janos Pilinszky. Nacido en Budapest en 1921, en su estética, supo de una simplicidad fugaz que está tensionada por una forma sublevante que transmite turbaciones a muchos que lo leen. 
De este modo rompe convenciones, tal vez por sus vivencias como prisionero de guerra en 1944 durante el 2° conflicto de orden mundial. 
Este poema fue largamente estudiado y se conocen 22 traducciones distintas. en este caso hemos tomado la versión del húngaro al castellano de Beatriz Estrada.        

lunes, 16 de mayo de 2016

( Dos Poemas )

LA SANGRE

Los médicos escuchaban con el estetoscopio
el paso rumoroso de nuestra sangre, lo escuchaban
como una revelación que nunca comparten, no dicen
con alegría: tu sangre no ha huido.

La sangre puede huir. Los órganos están fijos,
palpitando en su profunda oquedad, pero la sangre
puede salir de su límite, franquear la piel y saltar
al mundo.

Si la sangre huye sabrá remontar colinas
así como se extiende abundante y silenciosa
por el hígado, sabrá fluir por los arcos de los puentes
así como avanza por las esclusas del corazón,
sabrá pasar bajo las raíces enmarañadas de los sauces
así como pasa entre la arboladura de los pulmones.

La sangre puede inundar todos los paisajes.

La sangre de los asesinados va delante de nosotros
y vibra
como un horizonte infame.  

EL ÁRBOL

En el bosque que bordea la carretera
un árbol ha desenterrado una de sus poderosas raíces
                   para abrazar una peña blanca.
La tierra no le fue suficiente:
                    la raíz es una extremidad
donde el árbol se apoya para subir aún más alto.

No conozco el nombre del árbol
pero sus largas ramas caen lacias y rápidas
                    como una cascada
                                sobre la peña.

El árbol sube y cae al mismo tiempo,
pero para nuestros ojos
           este doble movimiento es uno solo.

Mejor ven a la carretera, 
la mismidad del doble movimiento del árbol
sólo se resolverá limpiamente en nuestros ojos.
_______________________

Autor:  José Watanabe.  Nació en Laredo, Perú, el 17 de marzo de 1945.

Los ojos de este poeeta ven cosas que la cámara no capta, su visión no es sólo atributo de la mirada, una visión como de banderas detrás de la niebla, como una rendija que rasga las apariencias.

domingo, 15 de mayo de 2016

La casa del fuego

En Inishmurray mantenían el fuego encendido en un agujero en el suelo
del "Teach na Teine", o más bien se mantenía solo,
por la gracia de San Molaise, su ancestro. Mucho antes

de los fósforos y encendedores y el diario apelotonado,
cuando cubrir con cenizas el carbón encendido
a última hora de la noche no garantizaba rescoldos a la mañana,

los isleños podían ir al depósito del fuego y encender allí
sus terrones de turba. Durante siglos eso
los mantuvo seguros. Hasta que un visitante -- conocedor de mundo
          o rebelde,

o quizá sólo aburrido hasta la violencia -- decidió orinar
sobre el fuego del santo en señal de reprobación. Bien,
las llamas saltaron, y un horno lo consumió, empezando 

por la entrepierna. Los pocos huesos negros que quedaron
fueron metidos en un hueco de la pared de la casa del fuego
y mantenidos con fines de exposición y advertencia.

Si el fuego existió o no alguna vez, o si el joven
mostró falta de respeto, o si murió por ello,
la oscura comedia parece a tono con nuestra historia

subvertida. Pero a Inishmurray, despojada de su gente,
no le interesa cómo conversemos con nosotros mismos o con otros
entre los silencios de aquí, entre las grietas de la brisa

y las grietas evidentes en todo en todas partes.
Somos libres de avivar o apagar los fuegos que queramos
desde los fragmentos de la modernidad, la memoria esparcida de la isla.



Autor:  Patrick Deeley,  nacido en Loughrea (Country Galway), Irlanda, en 1953.

El poema se basa en la crónica de W.F. Wakeman, un anticuario del siglo XIX, aceerca del Leac na Time, el "depósito del fuego", en la isla de Inishmurray, frente a la costa de Sligo.  Actualmente deshabitada,  en la isla se encuentran los restos de un asentamiento religioso temprano. Se dice que Laisrén Mac Déclain (San Molaise, patrono de la isla) fundó allí un monasterio en el siglo VI. El asentamiento fue atacado en 807 por los vikingos y destruído.